jueves, septiembre 10, 2020

Cenizas en mis Manos

Paisaje mediterráneo y semirrural, tarde apacible y soleada de domingo. Bajo una cálida luz me encontraba sentado junto a esa irrepetible mujer de densa y larga cabellera oscura casi azabache. Fugaz y plácida visita. Conversábamos serenamente a la vista de curiosos pero efímeros transeúntes. Egoístamente, quizás a modo de catarsis que liberara mi aflicción y mi melancolía, comencé a hablarle a aquella irrepetible mujer de mis nuevos encuentros, los cuales, por supuesto y aunque no se lo dijera, no conseguían disipar de mi mente la impronta que ella había dejado en mí. Para mi sorpresa, ella reaccionó airada, probablemente más por mi tono jocoso que por otra razón, o eso quise creer en un primer momento. Por las palabras de aquella irrepetible mujer entonces supe que ella esperaba de mí un comportamiento distinto, podríamos incluso decir que de deferencia en un sentido amoroso o romántico. Pero, ¿cómo podía ser esto? Mi estupefacción fue mayúscula, pues era lo que siempre había querido de ella. Entonces yo le recordé que ella misma me alentó a tener tales encuentros (a pesar de que yo la echaba de menos con todo mi corazón).


Dado el nuevo tono de la conversación, y ante la cada vez más incómoda aparente falta de privacidad, nos desplazamos caminando tranquilamente hasta un lugar cercano. Nos sentamos a la sombra de un árbol, sobre un poyete encalado frente a un camino, a la vista, de nuevo, de curiosos pero efímeros transeúntes. Paisaje mediterráneo y semirrural, tarde apacible y soleada de domingo. Aquella irrepetible mujer de densa y larga cabellera oscura casi azabache me abrazó y, entre lágrimas, me confesó que me echaba de menos. Una vorágine de sentimientos me inundó. Estaba confuso, emocionado, ilusionado… mi corazón latía rápido y con fuerza, pues, nuevamente, era lo que siempre había querido de ella. ¿Qué podíamos hacer? Vivíamos a miles de kilómetros de distancia, pero yo aún la quería. Le declaré que ella era la última persona de la que me había enamorado y, en general, desnudé mis sentimientos ante ella. Entonces, sin dudarlo ni un instante, le di mi palabra de honor de que volaría cada fin de semana desde Dinamarca para ir a verla, a pesar de las dificultades de toda índole que ello entrañaba. No me importaba. Nos fundimos en un hermoso abrazo. La intensidad de aquel momento es inenarrable. A continuación, aquella irrepetible mujer hizo que yo soltara una gran carcajada al relatarme con seriedad y vehemencia que, a diferencia de conmigo, ella no podía mantener conversaciones interesantes con su gente más cercana, llegando a decirme, imitando la voz de una de sus amigas: «ya sabes cómo habla mi amiga, y, sin embargo, sake lo pronuncia x», donde x es una forma cómica de pronunciar «sake» del todo imposible para mí transcribir fonéticamente.


Inesperadamente, mucha gente conocida apareció caminando hacia nosotros desde lo alto de aquel camino frente al cual nos encontrábamos sentados. Si no la totalidad, en su mayor parte eran antiguos amigos y compañeros de Pamplona. ¿Cómo habían llegado hasta allí y por qué? No importaba realmente. Se colocaron alrededor de nosotros con gran alborozo. Nos contagiaron su estado de ánimo. El más viejo entre los viejos amigos y compañeros de aquella etapa me recordó que era domingo por la tarde, así que debía apresurarme para volver al aeropuerto desde el que volar de vuelta a Dinamarca. Eso sí, no sin antes exclamar un «¡por los viejos tiempos!» mientras tomaba un cigarrillo de este viejo amigo para fumarlo con él, rodeado de toda aquella gente y, más importante, al lado de aquella irrepetible mujer de densa y larga cabellera oscura casi azabache de la que aún estaba enamorado. Simplemente, me sentía el hombre más feliz del mundo en aquel momento. Una vez en mi boca, el cigarrillo se tornó, como por arte de magia, en un cigarro puro. Me prestaron un mechero y encendí el puro rotándolo lentamente sobre su eje longitudinal mientras daba aspiraciones cortas y enérgicas. Repentina e incomprensiblemente, el puro se consumió en su totalidad de forma violenta y rápida, pudiendo ver cómo un pequeño montoncito de cenizas grises caía sobre mis manos.


Desperté. Todo había sido un sueño cuya aparente realidad se desvaneció violentamente, sin compasión alguna, como el puro de esa alegórica última escena onírica. Di un gran suspiro de desilusión y tristeza. Nada había sido real. Estaba en Dinamarca. Miré el reloj; las seis de la mañana.

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