El atardecer suele ser una buena alegoría para el acercamiento del infinito fin. Sin embargo, el amanecer me lo pareció aún más. Primero, un sonido, como si del más allá proviniese, me comenzó a llamar para que despertase del placentero letargo. Con maldad repitió insistente su fraseo, como llamándome a la triste realidad, la cual no me podía esperar por más tiempo. Así me despertó. Allí estaba yo en la cama, junto a ella, con la ventana abierta de par en par, pudiendo observar cómo el día comenzaba a esclarecer pero aún con una tenue luz, como una remembranza de la noche que hubiese deseado infinita. El silencio era sepulcral. Ni un alma en la calle salvo la brisa que hacía ondear las translúcidas y ligeras cortinas blancas de la habitación. El dolor a causa del cansancio me golpeaba como de costumbre en la cabeza. Entonces fui plenamente consciente de que todo acaba. En un último esfuerzo por no sé qué la abracé por detrás, viendo el especialmente tenue reflejo de su figura y su pequeño, fino e infantil pijama. La sensación de querer algo por mucho tiempo y el torpe intento de así mantenerlo no me hizo disfrutar del momento en toda su magnitud, por lo que se levantó y yo me quedé en la cama, boca arriba, tratando de digerir los segundos y lo que quedaba por hacer.
Entonces me levanté. El silencio era toda la tácita comunicación que con ella necesitaba mientras su figura hacía gestos poco amplios y en la misma posición, arrojando el cuarto de baño una pequeña luz entre las sombras de la casa, mientras su reflejo en el suelo inundaba atenuado otras dependencias. Me dirigí entonces a la cocina. No sabía a qué. Quizá sólo fuese inercia por intentar llevarme un último recuerdo o, mejor dicho, por intentar recordar lo que el marco me sugiriese; inercia romántica. Abrí la puerta del patio y reparé en los trapos tendidos. Como si de un ritual se tratase, fui descolgándolos y doblándolos con serenidad, disfrutando de cada gesto de mi cuerpo. Una vez lo hice y los introduje en la cocina, eché un vistazo profundo al patio por última vez. Guardé en un cajón los paños con cada uno de los días de la semana bordados en ellos. Entonces pensé en la metáfora que me inspiró escribir esto, y es que en un cajón he guardado los siete días de la semana, firmando un contrato de casi un mes de duración, pues sin ella, no hay días de la semana, no hay horas ni minutos... el tiempo se eterniza… no es la misma vida. Recogí los últimos vestigios y aproveché para pasear sin rumbo por la casa, dejando correr el tiempo sin más… casi catatónico. Quería ser consciente en todo momento de lo último que haría en ella: la última visita a un habitáculo, la última apertura de un cajón o el último recorrido por algún sitio en una determinada dirección. Por ello, en un instante mientras marchaba desnortado y con paso pesado por la casa, se me ocurrió ir a tirar la basura. Así lo hice, pues también quería disfrutar de la última entrada desde la calle.
Todo estaba muerto ahí fuera. El sol rápidamente comenzaba a inundar el cielo y se atisbaban los primeros vestigios de excesivo calor del día. Paseé lentamente con las bolsas en la mano hasta llegar al contenedor frente al supermercado. Las arrojé a su interior y ceremoniosamente volví disfrutando de la brisa y de los leves rayos de sol que con su calor intermitente comenzaban a deslumbrarme como jugueteando desde el horizonte. Por última vez palpé cada textura, cada fuerza y sonido inamovibles, repetibles hasta la saciedad, asociados al camino de entrada a la casa.
Una vez dentro continué con mi ritual de desnortado paseo, interrumpido por algún comentario o por algún gesto para dar algún último detalle. Finalmente, me evadí como muerto en vida, restableciéndome de mi aparente ausencia como si nada hubiera ocurrido para aplicar mis últimos esfuerzos en recoger lo último y salir por la puerta como si ninguno de esos sentimientos hubiese existido… habiendo quedado encerrados en la memoria y en esos últimos minutos para siempre.
Entonces me levanté. El silencio era toda la tácita comunicación que con ella necesitaba mientras su figura hacía gestos poco amplios y en la misma posición, arrojando el cuarto de baño una pequeña luz entre las sombras de la casa, mientras su reflejo en el suelo inundaba atenuado otras dependencias. Me dirigí entonces a la cocina. No sabía a qué. Quizá sólo fuese inercia por intentar llevarme un último recuerdo o, mejor dicho, por intentar recordar lo que el marco me sugiriese; inercia romántica. Abrí la puerta del patio y reparé en los trapos tendidos. Como si de un ritual se tratase, fui descolgándolos y doblándolos con serenidad, disfrutando de cada gesto de mi cuerpo. Una vez lo hice y los introduje en la cocina, eché un vistazo profundo al patio por última vez. Guardé en un cajón los paños con cada uno de los días de la semana bordados en ellos. Entonces pensé en la metáfora que me inspiró escribir esto, y es que en un cajón he guardado los siete días de la semana, firmando un contrato de casi un mes de duración, pues sin ella, no hay días de la semana, no hay horas ni minutos... el tiempo se eterniza… no es la misma vida. Recogí los últimos vestigios y aproveché para pasear sin rumbo por la casa, dejando correr el tiempo sin más… casi catatónico. Quería ser consciente en todo momento de lo último que haría en ella: la última visita a un habitáculo, la última apertura de un cajón o el último recorrido por algún sitio en una determinada dirección. Por ello, en un instante mientras marchaba desnortado y con paso pesado por la casa, se me ocurrió ir a tirar la basura. Así lo hice, pues también quería disfrutar de la última entrada desde la calle.
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1 comentario:
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Vania
ariadna143@gmail.com
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