En nuestras sociedades existe una creencia
con un creciente número de adeptos acerca de que el progreso
científico-tecnológico es la solución a todos los problemas de la humanidad. En
esencia, se llega a pensar que cuestiones tan trascendentales como la pobreza o
la desigualdad pueden ser superadas de forma natural en un mundo
tecnológicamente muy avanzado y dirigido por una especie de elite científica. Esta
visión recuerda enormemente a la del reduccionismo económico, más comúnmente
conocido como economicismo.
Así como Marx introdujo
el concepto de fetichismo de la mercancía para denominar esa aparente voluntad
independiente de la producción de la clase trabajadora, los que piensan que el
progreso científico-tecnológico per se
es la solución a los grandes males de los que adolece nuestra sociedad incurren
en una clase de fetichismo de la ciencia. ¿Por qué? Porque detrás de tal
creencia existe una raíz propia del idealismo objetivo practicado por filósofos
como Leibniz o Hegel. Es decir, pareciera que la ciencia es una idea objetiva
que trasciende la voluntad humana, que puede existir al margen del ser humano.
Pues no. Muy al contrario, y aun a riesgo de «pecar» de materialista, la
ciencia es una creación humana y, como tal, se imbrica con la conciencia que se
construye en el seno del mundo material objetivo. Por ejemplo, no cabe duda de
que la ciencia sirve a los propósitos de la base económica, esto es, su
desarrollo se constriñe a las relaciones sociales de producción. Así, la
ciencia está principalmente al servicio de la maximización de la rentabilidad
en las sociedades capitalistas (y no al servicio del bienestar general, aunque
comprendo que a veces pueda parecerlo). En consecuencia, pensar que el progreso
científico-tecnológico puede por sí mismo superar la pobreza y la desigualdad
sin cuestionar la base material es caer ingenuamente en alguna clase de
cientificismo.
Por supuesto, en la
ciencia también tienen su reflejo los sesgos que se localizan en la
superestructura. Y, para muestra, un botón. Hasta hace aproximadamente dos
años, el estado del arte del reconocimiento automático de la persona a través
de su voz se encontraba en una tecnología conocida con el nombre de i-vector. Básicamente, un i-vector puede ser visto como una huella
de voz que, en teoría, es única para cada persona y sirve para identificarla.
Pues bien, céteris páribus, está más
que comprobado que tanto la robustez como el poder de discriminación (en tanto
que capacidad de diferenciación) del i-vector
son superiores para voces masculinas respecto de femeninas. En otras palabras,
un sistema de reconocimiento automático de la persona a través de su voz basado
en la tecnología i-vector funciona
mejor para hombres que para mujeres.
También paradigmático
resulta el siguiente ejemplo. En 2015, un ingeniero de software llamado Jacky
Alciné denunció que la aplicación Google Fotos, la cual integra un algoritmo de
reconocimiento automático de imágenes, etiquetaba a sus amigos negros como «gorilas».
Si incurriéramos en el mencionado fetichismo de la ciencia podríamos pensar que
dicho algoritmo es racista. Sin embargo, no lo olvidemos, tal algoritmo (como
todos) es producto humano, con todas sus implicaciones.
El
hecho de que la vanguardia científico-tecnológica se desarrolle en las
potencias occidentales hace que los sesgos (por ejemplo, patriarcal y racial) inherentes
a tales sociedades tengan su reflejo en la producción científica y tecnológica
de la que hacemos uso. Tal producción es llevada a cabo principalmente por
hombres blancos, procediendo mayoritariamente los datos de desarrollo y
evaluación de su entorno cercano, lo que explicaría los sesgos ejemplificados
en este artículo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario