Y entretanto va pasando la vida, donde numerosas veces uno se siente como si saliese de la cárcel, pues existe una serie de cosas que todo ser humano debe hacer sin mucho planteamiento; es así y hay que hacerlo. Y eso que hay que hacer nos va reblandeciendo el cerebro poco a poco mientras que, el poco tiempo que libre nos queda, lo dedicamos a banalidades, puesto que el breve fin periódico de la obligación nos deja desnortados. Es por ello que la rutina nos vuelve estúpidos, aburridos, planos y vacíos, pudiendo muestrear un decaimiento exponencial de la vitalidad y la imaginación durante los sucesivos instantes de asueto interobligación. Las palabras resultan forzadas, oxidadas… Cada sílaba resulta de un inaceptable sobreesfuerzo “intelectual” y los dedos engarrotados impiden tocar una sola línea melódica con una cierta calidad. Lo peor de todo es que el transitorio de arranque es insuficiente, cortándose bruscamente el leve insuflado de aire, por lo que no da tiempo ni a alcanzar la mitad de capacidad que uno podía tener en el instante pasado equivalente. Y, por desgracia, ello tiene efectos colaterales; el poco tiempo disponible produce atropello por retroalimentación mental, lo que hace reducir nuestra eficiencia aún más. Sin más, aquí espero a que de nuevo pasen estos cinco minutos tan valiosos para continuar haciendo algo que me desgastará aún más y que no sé muy bien para qué se hace, pero que cada uno de nosotros se plantea aún menos por el propio efecto que produce, es decir, aliena, siendo más difícil cada vez dilucidar alguna salida. Adaptémonos y agonicemos…
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