martes, julio 31, 2012

La Búsqueda de la Perfección (II)

Y allí estaba yo, tumbado en el interior de aquel féretro acolchado, sonriendo. Tuve la gran suerte de poder contemplar mi funeral. Y digo gran suerte puesto que pude al fin, desde la visión lanzada a través del prisma de la juventud, descansar en paz, liberar mi alma. ¡Gran desgracia entonces me hubiera parecido el saber que sentiría esto mismo que os relato en el momento de mi fenecimiento! Pero ya no importaba, pues el concepto de importancia se esfumó con el latir de mi corazón, habiéndose asimismo atenuado a lo largo de mi vida, como si ésta se desenvolviese en un canal con distorsión. Simplemente pude ahora valorar, siempre con formidable gratitud y alegría, mi existencia como perfección absoluta, como un ente con sentido total, donde, curiosamente, la integración del dolor y el sufrimiento entre los límites de nacimiento y defunción devolvía la nulidad. Y claro, no les culpo si piensan que ello es debido a que mi función integrando, dependiente del tiempo, contempla las sensaciones de mi vida en sí, como si fuese una variable aleatoria de media cero… Pero no es el caso, pues era consciente de la presencia de un flujo positivo que violaba el principio de conservación de la energía. Yo fui ese flujo. Entonces lo comprendí. Adiviné que durante toda mi vida estuve “equivocado”, pues siempre partí en base a axiomas erróneos. Pero no importa, pues sin esas fundamentaciones nunca hubiera logrado sentir lo que sentí en el momento de mi muerte. Fue entonces cuando se dejó entrever el sentido de todo por lo que había batallado, desesperado y perseverado, siendo consciente por última vez de que no es trascendente la transición, sino la conclusión.

Y se abrieron las puertas de la gran catedral virtual. Esa catedral que yo hube experimentado en los límites de mi infancia, donde descubrí las entonces grandes bondades de la interfaz OpenGL a la vera de piezas como “Pull Me Under” o “Take The Time”. Las puertas del edificio comenzaron a desplegarse lentamente mientras, con electrizante energía, penetraba la luz que se cernía sobre mi rostro y me cegaba. Yo miraba hacia el oeste mientras progresivamente el sol anaranjado descendía para ocultarse, como cada día, tras el horizonte. Llegó mi momento. A la par que mi pupila se contraía a causa de la luz, el féretro en el que viajaba iba desplazándose en alto bien sostenido por lo que fueron semejantes importantes en vida, aunque no adiviné quiénes eran exactamente. Entonces atravesé las puertas de la catedral y pude ver un gran pasillo abierto por toda la gente que me hubo acompañado en algún tramo del viaje de la existencia, incluido usted, lector mío. Había miles de personas. Todas ellas sonreían con gran sinceridad y aplaudían a mi paso. Yo saludaba a un lado y a otro con la mano en alto, retratando los rostros sonrientes de toda la gente que posaba sus ojos entrecerrados a causa de la luz sobre mi ser. El favor, el agasajo, la pasión, la vehemencia, el entusiasmo, la vivacidad y energía que sentí entonces son inenarrables. Como en una gran obra de teatro me hallé entonces; en la obra de mi vida. Y como en toda obra, al finalizar, los actores salimos a saludar a la audiencia. En este caso, tanto yo protagonista, como los actores de reparto, fuimos el público. Y además, como en toda obra de teatro, en ese momento todos y cada uno de nosotros emplazamos en un segundo plano nuestro papel, exhibiendo una característica neutra de placentera autocomplacencia.

Allí estaba mi gran maestro, con el que compartí dos maravillosos y fructíferos años donde empecé a encontrarme a mí mismo como un ser inusitadamente inquieto a eso de las tres y media de la tarde de cada miércoles. Por siempre perpetúo su idiosincrásico aroma, sus jerseys ocres y sus pedagógicas pero perspicaces sentencias emitidas desde una tímida y superficial apariencia juvenil que le hacía extremadamente encantador. Con gran amargura hube de superar el instante en el que nuestros caminos se disgregaron cuando él marchó a Almería. Pues bien, cómo no, entre toda la muchedumbre que aplaudía allí estaba él, con su violín de inconfundible beta colocado cuidadosamente sobre su hombro interpretando para mí el violín concertino del rondó-sonata del Concierto para Violín en Re Mayor Op.77 de Brahms, pieza que marcaría una de las etapas más románticas de mi vida posterior a la fuga de mi maestro. Su gesto de complicidad a mi paso a la par que arpegiaba los mágicos acordes del tema principal supuso todo un impulso no-causal. Me estremecí. Al igual que me estremecí a causa de toda la aborrecible piara de cerdos que participó en mi vida en algún instante, pues allí estaban todos ellos, libres de dolor, sonrientes y habiendo cumplido su papel a la perfección. La comunicación tácita que supusieron nuestras recíprocas miradas fue seductoramente reconfortante, pues ya no importaba nada.

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