martes, julio 31, 2012

Tarde de Café

Y llegó aquel día. Ese día que nadie nos anuncia pero del que todos, desde que vamos adquiriendo algo de experiencia, tenemos constancia. Es el momento de la vida en el que lo pasado regresa en un reformado formato. Lo único necesario para haber logrado alcanzar ese estadio es haber vivido una serie de circunstancias y experiencias que hubieron de ser truncadas por el destino del modo más cruento, o circunstancias y experiencias abandonadas en pos de un sucedáneo de éxito, cuando eres joven, o de tarde de café cuando vas echando unos cuantos años a la espalda. Pues bien, aunque dicha experiencia fue truncada en el pasado lejano por un sucedáneo de éxito, lo cierto es que la regresión que experimenté posteriormente sobre la mentada vivencia, aun corriendo el tiempo acerca de su consciencia, deseaba cuanto antes que fuera absolutamente sepultada por una agradable tarde de café con alguna chica de buena conversación. Y es que, aunque todos recordamos con ilusión las viejas tardes aplicadas y focalizadas en nuestra pasión, sabemos que cualquier nuevo intento en cualquier futuro, una vez haya transcurrido un lapsus de reorientación, hace que el retorno resulte poco más que patético. Es cierto que los intereses cambian, y no sólo eso… no solamente es que hayamos dejado aparcados la vanidad y el egocentrismo infundado acerca de lo que hacíamos en busca de, según nosotros, éxito fácil y merecido, sino que la ausencia de esa creencia produce la evanescencia de la magia. Los pájaros en la cabeza propios de la infancia se petrifican con los años, haciendo que poco a poco perdamos ilusión por cualquier proyecto que resople un fuelle de aliento conocido. Además, las alegaciones acerca de la defensa sobre la fundamentación de nuestro retorno suelen ser insinceras con nuestro propio ser. Pretendemos argumentar nuestra vuelta con ideas basadas en nuestro nuevo status social en el que, por supuesto, lo retomado siempre ha de ser manifestado abiertamente como algo secundario y en lo que sólo apostamos a cambio de un rato de asueto austero. Si fuésemos sinceros con, al menos, nosotros mismos, nos percataríamos de que lo único que deseamos con este nuevo intento cuando los años pasan y cuando nos abotargamos y nos vamos despojando de nuestro pelo, es ensordecer ese resonante que la vida va cavando mediante la proporción de desilusiones con el paso del tiempo. En efecto, todo se reduce a transportar al presente el dulce sabor de la seductora reminiscencia de modo que un activo sea capaz de generar en nosotros el mismo placer. En otras palabras, pretendemos adulterar un opiáceo con el paso de los años. Como fatal falsificación resultante, todo nuevo empeño deriva en algo poco más que infausto, siendo desatendido en virtud de la ya comentada tarde de café. Y así hasta el fin de nuestros días, donde la ilusión resulta ser una línea monótona decreciente con posibles licencias de remontadas vestigiales impulsivas decadentes exponencialmente con reducidas constantes de tiempo que simbolizan los vanos intentos por rebuscar en el pasado.

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