En una ciudad de millones de habitantes,
hoy, me siento más solo que nunca.
Entre cuatro paredes silenciosas
dentro de un piso donde desconozco las caras de la gente que lo habita.
Ahí me encuentro.
Un piso dentro de un noble edificio donde desconocidos lo transitan.
Ahí me encuentro.
En ese noble edificio de la abarrotada ciudad es donde,
hoy, me encuentro más solo que nunca.
Pero también en sus calles, tan transitadas, tan agolpadas y tan asfixiadas de seres humanos,
turistas del este zombificados y gentes del lugar.
Ahí, especialmente, me siento más solo que nunca.
La pervasiva belleza de sus mujeres, la lluvia y el hecho de que tú no acudieses a la cita
no me hicieron sentir así, sino que tan sólo me recordaron que,
hoy, no sólo me siento, sino que también estoy más solo que nunca.
El té se enfriaba, el té menguaba, mientras el reloj avanzaba con paso firme.
Yo miraba por la ventana, la lluvia caía y mi febril mente viajaba hacia el vacío,
donde ya no quería que aparecieses por aquella puerta.
Y así ocurrió.
Los días transcurren en esa ciudad de millones de habitantes.
Y nada cambia.
Las corrientes de zombis continúan arrastrándome por las calles.
Otras veces, las corrientes de zombis me obligan a nadar río arriba.
Y nada cambia.
Los felices compañeros exhiben su (mi ansiada) conexión en las calles.
Y nada cambia.
Miradas furtivas se cruzan en las calles.
Y nada cambia.
En una sociedad podrida donde existe infinidad de medios virtuales
para establecer infinidad de relaciones superficiales, insustanciales y huecas,
hoy, me sigo sintiendo más solo que nunca.
San Petersburgo, 8 de agosto de 2017
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